Lo que el Covid se llevó

El Covid-19, ese bicho microscópico que supuestamente se escapó de un laboratorio nos ha hecho llorar al mundo entero.

Se ha llevado con él, vidas, muchas vidas, las vidas queridas de familiares, vecinos y amigos.

Nos ha dejado en luto y sumidos en un caos financiero internacional.

Nos arrebató la libertad, encerrándonos en casa sin ver la luz del sol, salvo para salir a por víveres o medicinas, amenazando con ello nuestra estabilidad psicológica y salud familiar.

También se ha llevado tras sí otro tipo de cosas:

Las jornadas escolares, dejándonos a los padres como los principales responsables de la educación de nuestros hijos, provocando con ello, un chute de tiempo extra que ha fortalecido nuestros vínculos afectivos.

Los ires y venires a los centros comerciales o las visitas a Amazon u otras páginas de venta online, enseñándonos de esta forma que se puede vivir con mucho menos y ser aún más felices.

Las apariencias con los más cercanos. Hemos sido desnudados en el seno del hogar. Como decimos en España “se nos ha visto el plumero”. Aquello que tratábamos de esconder entre los ajetreos cotidianos y las horas fuera de casa, ha quedado expuesto. En unos casos, para traer dolor y daño. En otros, para darnos cuenta de nuestras más profundas carencias relacionales y aprender de ello, convirtiéndonos, aunque fuera a base de mucho esfuerzo, en mejores versiones de nosotros mismos para el bien de los que amamos.

El afán y el ritmo frenético de vida. El Covid nos ha alejado del activismo y nos ha introducido en un periodo tremendo de reflexión e introspección personal. Nos ha empujado a recapacitar en el valor de “lo importante” y a echar a un lado “lo urgente” que atestaba nuestras agendas pero que no eran asuntos vitales de vida.

El individualismo enfermizo. El covid nos ha obligado a convivir y a darnos cuenta, que en plena era de redes sociales, hemos sido unos analfabetos en el arte de la comunicación. Ha sido necesario que brote la bestia que llevábamos dentro en medio de la presión de la convivencia, y en algunos casos, hemos logrado domarla y aprendido a acercarnos un poco más a eso que llaman “ser familia”.

Los locales de culto religioso. Para los que profesamos nuestra fe, nuestros lugares de reunión significan mucho. Supone el encuentro con la comunidad de fe, con la enseñanza bíblica y la expresión de adoración al Dios que amamos y servimos. El Covid ha transformado radicalmente nuestra cosmovisión cristiana. Hemos aprendido a hacer iglesia en casa. A enseñar a orar a nuestros hijos, no sólo por nuestras necesidades sino por aquellos que están sufriendo mucho, a caminar en los principios bíblicos de forma práctica y cotidiana y adorar en la intimidad de nuestras casas. Hemos reproducido casi a diario, de forma muy palpable, una de las columnas más importantes de nuestra fe: perdonarnos y pedirnos perdón. Eso nos ha llevado más cerca de Jesús a la vez que nos ha acercado mucho más entre nosotros.

Los encuentros físicos con nuestros amigos. El distanciamiento social decretado por el gobierno, único medio para acabar con la pandemia, es una auténtica paradoja. El distanciamiento nos ha hecho aplaudir en las terrazas junto a nuestros vecinos, a mantener las relaciones que valoramos por otros medios, como zoom o skype. Lejos de distanciarnos, nos hemos acercado más. El Covid-19 nos ha permitido enraizar nuestras amistades en una tierra más fértil.

Días atrás, las familias con los niños, hemos podido salir a la calle por primera vez tras mes y medio de encierro. En nuestra primera salida, fui a un campo que tengo cerca de casa con mis hijas. Nada especial, tan sólo un pequeño paseo, disfrutando del aire y el sol, mientras cogíamos un puñado de flores silvestres para después amarrarlas todas juntas y colocarlas en la cocina en un jarrón con agua. No puedo describir en estas líneas la gran satisfacción que ese paseo supuso para mí y para mis hijas.

El encierro nos enseñó a admirar lo que teníamos frente a nuestras narices y pasamos por alto en tantas ocasiones.

Coincidiendo también con la “desescalada”, hemos celebrado el 10º cumpleaños de mi hija mayor, Daniela. Dos días antes, mi marido entró en el hiper más cercano a nuestra vivienda y que mantenía sus puertas abiertas, con el fin de adquirir en la zona de libros uno para su colección favorita. La sorpresa fue que dicha zona estaba vedada con unas cintas.

Tuvimos entonces que improvisar. Ya no hubo tiempo para tirar de Amazon. Así que, literalmente, nuestros regalitos para ella fueron: su revista favorita, unas chuches y chocolatinas, un esmalte de uñas, un brillito de labios y por supuesto, la tarta.

También alcanzamos a comprar una guirnalda. Sencilla, pero lo suficientemente larga para ponerla de lámpara a lámpara en el salón, junto al número 10, que mi marido hizo con unos trozos de papel la noche anterior.

Decidimos que eligiera el menú del día, desde el desayuno hasta la noche y la posibilidad de alquilar una película.

Nada más.

Muy lejos todo esto de las celebraciones de niños en lugares especiales de cumpleaños, los montones de regalos de compañeros de colegio y amigos, y la visita de los familiares, cosas a las que estaba acostumbrada en años anteriores.

Al principio me entristecí… parecía tan poquito para mi niña…

Estaba equivocada.

Después de su donut de chocolate, el desayuno que escogió, y saberle a gloria bendita (pues es celíaca y los descubrimos hace muy poquito en el stand del hiper en la sección de productos sin gluten), abrió uno a uno sus detalles.

Toda la mañana, ella y su hermana jugaron con la revista, leyendo, poniendo pegatinas por toda la habitación, aprendiendo nuevas manualidades…

Después de comer carne a la barbacoa y trastear casi toda la tarde con su hermana y su perro, soplo sus diez velas de la tarta, teniéndonos como público a su padre, a su hermana y a mí.

A continuación vimos una película en familia, la que ella escogió: “Remi, una aventura extraordinaria”. La mejor elección que pudo tener y que desde aquí recomiendo ver en familia. Las aventuras del joven Rémi, un huérfano arrebatado de su madre adoptiva a la edad de 10 años y entregado a un misterioso músico ambulante. La película nos encantó, emocionó, sensibilizó y unió.

Antes de acostarse la sonrisa de Daniela no cabía en su carita. Me atrevo a decir que ha sido el mejor cumpleaños de su corta vida. En plena pandemia.

No todo lo que el Covid nos ha arrebatado ha sido malo.

Que Dios te bendiga

Vanessa Rozas.

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